De historias y obeliscos

Como las pirámides, los obeliscos son una de esas maravillas del antiguo Egipto que encierra decenas de misterios. Se sabe que cada uno fue construido de una sola piedra de granito rosa proveniente de las canteras de Asuán. Tallarla con las herramientas de ese entonces parece una tarea tan dispendiosa que muchos la consideran una de las formas del castigo. Según el egiptólogo Bob Brier, que ha dedicado una de sus obras más recientes a este tema, se han encontrado imágenes de cómo los trasladaban hasta los templos. El obelisco de Sesostris I alcanzó los 20 metros; el de Hatshepsut casi treinta. El más alto y pesado no alcanzó a salir de las canteras, quedó allí tendido, con una grieta enorme en su base, para desconcertar aún más a la posteridad. ¿Cómo los egipcios alcanzaron semejante exactitud en su construcción? ¿Cómo los pusieron en pie? Salvo el peso, nada une al obelisco con su pedestal.

Los romanos los emplearon en Europa como emblemas de sus victorias en África. Durante la edad media quedaron a su suerte, algunos cayeron por la acción despiadada de los terremotos, otros fueron demolidos por el prejuicio de la superstición. Durante el Renacimiento la suerte cambió. Así como se buscaban las esculturas bajo la tierra, también se buscaron los obeliscos. La hazaña principal de este período quedó bajo el nombre de Domenico Fontana, que trasladó un obelisco del lugar que lo habían dejado en la época de Calígula hasta el centro de la plaza principal del Vaticano. La tarea exigió casi 900 hombres, decenas de caballos, silencio absoluto, cantos, rezos y agua bendita. 

En el siglo XIX varios virreyes egipcios entregaron obeliscos como regalo. El que viajó a Londres estuvo a punto de naufragar. El que se mantiene en pie en la Plaza de la Concordia fue trasladado por Apollinaire Lebas, que vivió más de una aventura para levantar en París uno de los prodigios de la época de Ramsés II.

Crédito de la imagen: Givaga

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